miércoles, 4 de marzo de 2009

La muerte

Alguna vez pensaste seriamente en tu muerte. Reflexionaste sobre el final de tu vida. Debe ser el post más "pianta lectores" que pude haber publicado desde que abrí este blog. Recomiendo la nota del colega y amigo Hernán Brienza publicada hoy en el diario Critica.

Escribir la muerte
Es un momento difícil, lo reconozco. Escribir sobre la muerte nos da escalofríos a todos. No me refiero a la muerte en general, teórica y lejana, o a la de un cuerpo absurdo que se desangra en las páginas policiales o a la “incolora, hueca, numérica” muerte borgeana. Hablo sobre la propia, claro. O, a lo sumo, sobre la de las personas más cercanas a nosotros, digamos abuelos, tíos, padres, madres, amigos, hermanos o hijos. Hablo sobre ese agujero que llevamos todos adentro, esa imposibilidad de imaginarnos la nada absoluta, es decir nuestra propia nada sin que el mundo deje de girar por eso. O esa tremenda, dolorosa, irrefutable ausencia de los que ya se fueron y sospechamos que nunca (pero nunca más, jamás, nunca de los jamases) vamos a volver a ver. Pero alguna vez hay que hacerse de valor y enfrentar el tema. Siempre sospeché que los entierros y los velatorios son dos de los pocos momentos cinematográficos de la vida. Allí hay una familia despidiéndose, cumpliendo el ancestral ritual del adiós y del olvido, repitiendo los viejos acordes del llanto y los lamentos. Y con cada muerte, resucita el rito. Pero algo ha cambiado en estos últimos años. La muerte ha sido acorralada. Se ha hecho íntima, doméstica, pequeña. Quienes se quedan evitan esas largas despedidas, el dolor se oculta en el seno de la familia y los velorios son apenas una fórmula, una formalidad. No hay vida en esas muertes. Recuerdo, en cambio, cómo se campeaba la muerte en mi infancia: familias numerosas, primos que se encontraban, antiguos amigos que “celebraban” volverse a ver y se prometían rigurosamente todos los velorios verse antes del próximo velorio. Había algo vital en ese grupo de atorrantes que se contaba los mismos chistes en el pasillo, en aquellas interminables rondas de café, en la viudita de ojos querendones, en las tías lloronas que tan bien retrató Cortázar en uno de sus relatos de Historias de cronopios y de famas y en esas largas reuniones que muchas veces terminaban a las trompadas por culpa de montescos y capuletos. La muerte era, así, la última etapa de una vida, y como tal se celebraba: ruidosamente y de manera colectiva. (Ver nota completa)

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