miércoles, 30 de octubre de 2013

El ACV por Horacio González

Las noches nos suelen exponer a un desequilibrio en nuestras propias imágenes diurnas. A la mañana siguiente luchamos para reconocerlas. Suponemos palparlas y enseguida se evaden. En el Hospital Santo Tomás de Panamá, la pesadilla tiene el crudo realismo de gemidos en la penumbra, que en cualquier momento se tornan aullido. Gritos como garabatos casuales tallados por un preso en la pared. Hay permanentes jadeos, como trasfondo de un temor que parece confidencial. Estoy en la Sala 14-A del Santo Tomás, junto a otros hombres desvalidos, casi todos hijos de la negritud. La mayoría de los médicos, enfermeras, residentes, tienen ese ascendiente, el viejo brillo fanoniano apagado ya en los cuerpos. El doctor Fernando Gracia, jefe de neurología, afamado, dictamina con rigor y experiencia. Ha sido o es el ministro de Salud de su país. La calma de los grandes médicos hace también al sigiloso pánico de los pacientes. Habiéndome desplomado en el Aeropuerto, lo que iba a ser un vuelo previsible hacia la Argentina se transformó en una internación de urgencia, porque un “rayo misterioso”, para hablar gardelianamente, se había alojado en mi cabeza y eso compondría lo que las enfermeras de la Terminal Aérea llamarían ACV, fatídica sigla, si es que casi todas las de esa índole no lo son. De modo que ambulancia y hospital en vez de avión.

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