jueves, 27 de septiembre de 2012

La Máquina (de destruir ídolos)


River tambalea en cada crisis. Su historia se agrieta en cada discusión interna, en cada derrota, y cuando eso sucede se activa el motor de una máquina nefasta cuyo objetivo final es la “autodestrucción”. Pareciera que en los momentos más ríspidos se hace necesario ponerle nombre y apellido a un culpable y batallar contra su figura hasta dejarla pisoteada y agonizante. Y la casualidad o causalidad coinciden en afirmar que siempre los heridos terminan siendo nuestros propios ídolos. Aquellos jugadores que nacieron en las entrañas del club más importante de la Argentina y que comandaron más de mil batallas por defender nuestra bandera. Los que se convirtieron en próceres no sólo a fuerza de goles y títulos sino también por su amor a los colores que supieron vestir. Es cierto, que la dinámica del fútbol exige resultados, también puede afirmarse que River necesita sumar para escaparla a los fantasmas que arrecian el Monumental. Pero nadie debe hacerse el distraído en coincidir que la impaciencia y la desesperación  no conducen a nada. River siempre estará por sobre cualquier nombre, pero también son y fueron esas individualidades las que agrupadas construyeron un club grande. Quizás el peor de los escenarios se presenta al advertir que esa máquina devoradora no está comandada por nadie en especial. O mejor dicho un buen comienzo para la recuperación podrá consistir en  plantear que todos (dirigentes-hinchas-jugadores) forman parte de un proceso tan vertiginoso que no respeta ni a nuestros propios estandartes.
La lista se engrosa con diferentes casos: grandes glorias del club bastardeadas tras una crisis institucional. Expuestas a los medios de una manera salvaje. Nadie puede comparar a Angel Labruna o al Beto Alonso con Matías Almeyda, ni a Ariel Ortega con el Pato Fillol, mucho menos al Negro Astrada con Fernando Cavenaghi. Pero de una u otra manera todos fueron vapuleados salvajemente. Abrumados por el descontrol ya característico de un club. Algunos fueron manchados los dirigentes inescrupulosos que se animan a mirar la historia de River por arriba de su hombro. Otros por sus propios compañeros que decidieron exponerlo ante la mirada de miles de espectadores, como hizo Juan Pablo Carrizo con el mejor arquero de la historia de nuestro país.
A nuestro último ídolo le supieron dar la espalda hasta para organizar su propia despedida. Al goleador de nuestro peor momento lo echaron como una rata y al Capitán Beto no lo dejaron entrar a “su” club por tener una mirada crítica de la actual conducción. También sufrió el Pelado Almeyda. Aunque sus pergaminos no puedan compararse con los de otras glorias, nadie puede poner en tela de juicio lo que siente Matías Jesús por este club. O alguien puede dudar de que el Negro Astrada no merecía ser despedido por teléfono en una actitud poco menos cobarde.
 Todas la historia fueron distintas, con diferentes protagonistas, con actores disimiles, con erros y excesos incluidos. Pero cada uno de estas acciones tuvieron un denominador común. En todas actuó la Máquina de triturar ídolos, esa estructura empujada por todos los que formar parte de este club. La misma que deberé desenchufada antes que destruya absolutamente todo.