Néstor y los inmortales
La noticia de la muerte de Néstor Kirchner me la dio mi padre. Fue un mensaje telefónico breve. Apenas un instante. Desde temprano irrumpieron los rumores en una mañana signada por el silencio del Censo. Saqué mi oreja de la radio y en una distracción mínima cayó la información. Lo primero que pensé fue en la fragilidad de la vida. También, sobrevoló una imagen familiar de la familia presidencial. Una postal que repetían una y mil veces en la televisión en la que los cuatro compartían un momento común a pesar de no ser una familia como tantas. Pensé en la distancia como concepto inabarcable, la que separaba físicamente a su hija Florencia por vivir en el exterior y en la que lo va a separar para siempre de su hijo Máximo. Es claro que la visión de la vida cambia y se altera cuando uno es padre. Otros, pensaran en sus negocios y algunos en sus miserias. Pero en el fondo el miedo tarde o temprano llega. La muerte ajena horroriza porque nos enfrenta al misterio de no saber cuándo y cómo puede terminar nuestro camino terrenal. El peso que suele tener la idea de la inmortalidad se desvanece en un sólo suspiro. Así es la muerte: contundente pero repentina. Es paradójico pero esa fantasía misteriosa del ser humano que remite a la vida eterna permite a muchos vivir arrasando con todo lo que se interponga en el camino. Pero nadie convierte en real esa ilusión óptica. Ni siquiera él más poderoso, el más alto, el más lindo, el más rápido. Cuando la muerte llega, empezamos a comprender cuan virtual eran esos conceptos construidos como un espejismo. La muerte de un líder hace que todos se mueran un poco más. Que todos dejemos en este camino algo de cada uno de nosotros. Inclusive sus detractores, aquellos que hoy toman aire, coquetean con la hipocresía, lavan su cara con agua bendita y anuncian con un falso pesar el inicio de una nueva época. Para ellos tampoco hay respuestas absolutas y certeras por más que hoy se vean inmortales.