Cuando se escuchaba el estruendo de una bala,
Teo y sus cuatro hermanos ya sabían qué hacer. Tenían un plan estudiado a la
perfección y no hacía falta que nadie les avisara nada. “Ante la primera bala se van corriendo a donde les indiqué y se quedan
ahí sin salir hasta que yo les diga”, repetía su padre en cada cena donde se
hacía inevitable hablar de la guerra entre las pandillas del barrio.
Entonces, frente al ruido de la balacera, los
hermanos Gutiérrez cumplían a la perfección el reglamento paterno. Corrían rápido,
pero en silencio, y se escondían en fila debajo de una de las camas de la
humilde casa.
Todos quedaban atentos a un nuevo sonido,
pero con sus cuerpos resguardados y sus manos en la nuca. Muchas veces, sonaba
la segunda bala, la tercera y la cuarta. Pero ellos ya estaban a salvo. Su
padre se los había enseñado desde pequeños. Casi al mismo tiempo en que daban los
primeros pasitos.
El sonido de la muerte no era ajeno al sur de
Barranquilla, donde las bandas de “chiniteros”
se disputaban el territorio a los tiros. El barrio había nacido cuando miles de
familia sin techo vieron en ese terreno baldío un potencial para reconstruir
sus vidas. Poco a poco, lo fueron ocupando y aunque fue tratado de desalojar en
varias ocasiones por los dueños de las tierras, la unión entre los vecinos fue
fortaleciéndose cada vez más y permitió que el barrio siguiera adelante.
Pero esa solidaridad con el tiempo se fue
desgatando para darle paso al narcotráfico y a las pandillas. Así nacieron “Los
Malembes”, el primer grupo
armado y organizado de jóvenes violentos. Al tiempo, cuando se creyeron los
amos y señores del lugar, surgió una violenta competencia llamada la Pandilla
de “Los Patrullas”. El
recrudecimiento de la violencia marcó la vida de Teo para siempre, pero sobre
todo, condicionó la preciada infancia. Quizás por eso buscó en el fútbol un
refugio para no morir en medio de una guerra sin cuartel.
A los siete años de edad, el niño Teófilo
Antonio pateaba sus primeros balones y vestía un desaliñado uniforme de color
rojo y blanco. Una combinación cromática que signaría su vida. En La Chinita, Teo se formó en la escuela
de fútbol Independiente Framy. La leyenda cuenta que fue su padre el que le vio
pasta de campeón. De hecho fue él quién le regaló su primer balón, un recuerdo
imborrable en la mente del colombiano. Entre goles y pases cortos, de joven
trabajó en una pescadería y molió maíz para que su abuela hiciera empanadas
para vender. Su madre Doña Cristina trabajaba
noche y día para poder mantener esa casa que ni siquiera les pertenecía. “Mami, quedate tranquila que cuando sea futbolista te voy a regalar una vivienda
propia”, le dijo Teo
a quien le dio la vida y siempre cuidó de él. Hace más de tres años logró
cumplir su promesa. Teo conoce el esfuerzo a la perfección. Pero también,
coqueteó con la extrema violencia en una Colombia que se desangró al calor de
las muertes juveniles.
“Una vez yo estaba en la puerta de la casa y
un malembe le disparó a uno de los patrullas. Una de las balas me pegó en la hebilla. Menos mal que ninguno de
mis hijos estaba ahí en ese instante”, relata Teófilo Gutiérrez padre, quien llegó a
jugar fútbol tan bien que lo apodaron “Valderrama”.
Teo relata sus días en La Chinita y aún se lo nota conmovido rememorando
escenas de una vida cruda. “Tenía miedo todo el tiempo. Debíamos estar
encerrados, muy precavidos porque podía aparecer alguien y empezar a disparar.
De todo eso se aprende y se crece como persona”, cuenta con los ojos vidriosos.
Pero Teo no oculta que conoció la muerte muy de cerca.
Una vez
estuvo a punto de ser asesinado por los miembros de una banda contraria que irrumpieron
en su casa en busca de un amigo pandillero. El grupo estaba armado hasta los
dientes y dispuesto a cualquier masacre. Cuando Teo escuchó movimientos raros
salió corriendo a esconderse debajo de la cama. Tal cual su padre le había
enseñado. Pero los delincuentes lo encontraron en pocos minutos. Teo temblaba y
suplicaba por su vida. Y cuando ya se proponían darle la estocada final, uno de
los pandilleros lo reconoció y les dijo a sus cómplices: “Dejen a ese pelao quieto, él no tiene nada que ver con esta vaina”,
y se fueron. La bala tenía nombre y apellido. Buscaban a John Gabriel Padilla, uno de los personajes que marcó la vida del jugador para
siempre. Fue una amistad de la cuál jamás se arrepintió. Aquellas charlas hasta
altas horas de la madrugada y los consejos de una persona de la calle y de las
armas, le marcaron al jugador el camino contrario a seguir. John le dijo a Teo que jamás siguiera su
ejemplo y que se volcara de lleno a su carrera deportiva. Y hoy Teo lo
recuerda con cariño y valora aquellos consejos: “El futbol me salvó”, dice sin tapujos. Aquel niño que
eligió seguir el futuro de las canchas en vez del de las armas y las pandillas
tiene hoy esposa, hijos, un buen
presente y un futuro prometedor: el desafío de triunfar en River y
poder brillar en un año dónde se avecina un mundial que lo tendrá como líder
indiscutido. (N.d.R: Con la lesión de Radamel Falcao, Teo cobró un rol
protagónico en su Selección).